Cultura y violencia; elogio a los pachucos
La figura del “pachuco” según Octavio Paz denota una extraña y vacía imagen, que la misma cultura no ha podido soslayar a pesar de conservar ciertas raíces históricas como pueblo originario. No ha quedado más remedio que ir ajustando o acondicionando todas estas actitudes que la cultura –o el conjunto de arquetipos, modos, formas, costumbres, lenguaje y demás– y la sociedad ha tenido que “tomar” como parte de nuevas prácticas que se vuelven incluso hasta pasajeras de generación en generación. Lo que interesa analizar es cómo van surgiendo “figuras” que poco a poco se vuelven comunes a nuestra sociedad. El tiempo que vivió Paz fueron los pachucos y los dandis, quizás los “hippies” fueron en su momento, ahora los homosexuales y lesbianas parecen ser “figuras” de moda, pero la pregunta es ¿cómo afectan estas nuevas figuras o máscaras a la cultura?
La radiografía que elabora Paz en especial con la figura de los “pachucos”, nos enseña el lado negativo de su origen, es decir, el aspecto emergente de cómo crecieron o se constituyeron al paso de los años en la sociedad norteamericana; recordar que ser un “pachuco” implica decir nada y decir todo, lo cual evidencia que su identidad está en severa crisis, él se reconoce y se asume así mismo pero no llega a consolidar los valores, costumbre o actitudes ni de un mexicano ni de un gringo. En este sentido, la afectación o las consecuencias que tienen los “pachucos” u otra figura –o máscara– en la cultura, es sin duda secularización y al mismo tiempo la extensión de los principios, arquetipos, modos de ser y lengua que la propia cultura se ha encargado de mostrar a través de las diversas civilizaciones o sociedades existentes.
La cultura no se destruye sino produce otras realidades e incluso objetos de saber y poder, pero se aleja cada vez más de su origen y esencia, no obstante, ninguna cultura guarda lo “esencialista” en sus formas o rituales sino más bien posee un impulso o ideas que la estructuran así. Quiero decir, ciertas características inherentes en la cultura que la definen o inclusive la relacionan con otras culturas o sub-culturas. Todo parece indicar, que la cultura –con el paso de los años– debe irse adaptando a las nuevas realidades, lo que verdaderamente resulta paradójico es que nosotros más bien deberíamos adaptarnos a sus formas específicas o ideas, cuestión que no termina por convencer a gran parte de la población.
Para Octavio Paz “aparentar” o “ningunear” es el principal fenómeno en cual la cultura mexicana –en especial– ha tenido que adaptarse a estas nuevas realidades que le van saliendo al paso; sólo recordar El gesticulador de Rodolfo Usigli para reconocer la prominencia de la mentira y el “aparentar”, que Paz percibe no tanto como un mal sino como una forma de acceder o llegar a ser algo que no es. Entonces, “simular es inventar, o mejor aparentar y así eludir nuestra condición. La simulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar inadvertido sin renunciar a su ser.”[1] Lo curioso es saber ¿por qué simular, engañar, mentir o aparentar realidades subalternas diferentes a lo que ya está dado?
Lo que se busca con la “simulación” es como menciona Paz, negar lo que somos y por supuesto ignorar lo más impuro de nuestra ser. El mismo problema lo recupera Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, allí es claro Ramos en escudriñar que desde hace tiempo el hombre no se da cuenta de que imita.
Por eso, la imitación es la sombra de la cultura, debido a que “(…) aparece como un mecanismo psicológico de defensa, que, al crear una apariencia de la cultura, nos libera de aquel sentimiento deprimente.”[2] Así como Ramos denuncia a la imitación como mecanismo de defensa y deprimente de la cultura, Paz hace de la “simulación” una actitud que se homogeniza en la cultura como parte de una práctica mundana y local, que no termina por consolidar un esquema cuyo valor es cada vez más extraño. Tanto en Paz como en Ramos sin duda encontramos parentescos, que nos acercan más a una explicación más real de los fenómenos de la cultura.
En particular en Octavio Paz, resalta claramente el contraste entre la mentira, las máscaras y la simulación, que bien podemos sintetizar en la figura del “pachuco” como el origen rebelde de ciertas actitudes de la cultura contemporánea, es decir, los rasgos que revelan la crisis de una identidad, verdad y realidad. Los “pachucos” para Paz son un grupo de jóvenes de origen mexicano que adoptan un lenguaje, una vestimenta y una conducta al estilo norteamericano, lo inquietante es que se destacan a diferencia de otros grupos por su agresividad o violencia, la cual se rebate entre la moda y la sociedad que pretenden negar. Octavio Paz reconoce que el “pachuco” presenta algunos síntomas de violencia, donde se mezcla la mentira, el ninguneo y la falsedad.
La pregunta es ¿por qué los “pachucos” se definen en la cultura del siglo pasado como seres profundamente violentos? Me parece, que la violencia como tal siempre ha existido en los diferentes sectores de la sociedad como en la familia, en la escuela y por supuesto en la cultura; en los “pachucos” –especialmente– la violencia surge a partir del lenguaje, de su vestimenta, de una moda, lo cual no significa que sean factores que así lo determinen sino más bien constituyen aspectos que inciden favorablemente en la emergencia de la violencia. En otras palabras, la violencia se revela de modo indirecto en la cultura a través de una serie de preceptos como la moda, el lenguaje, vestimenta, la conducta, apariencia, los gestos y la actitud.
No debemos perder de vista la emergencia de la violencia como una cuestión histórica, intima en nosotros como actitud o forma de ser que se despliega de manera involuntaria o voluntaria en nuestra vida. A mi juicio, lo que va a determinar lo qué es violencia o no es la moda, lo que dejará de ser o lo que llegará a ser violencia. Para Paz los “pachucos” son parte de la moda big, por tanto, han dejado de ser un problema de la cultura y una vía para producir violencia.
Sin embargo, aun queden raíces del “pachuco” o esquemas culturales del siglo XX, cuyo carácter sigue produciendo diversas realidades que cada vez son más extrañas a la historia y a nuestra vida. En el siglo XXI encontramos ciertos remanentes del viejo impulso de rebeldía o violencia que en algún momento Paz –con tanto ánimo– describe en su apartado sobre los “pachucos”; hoy sobre todo cuando un país como México dice ser democrático, van surgiendo por la travesía de las exclusiones un conjunto de figuras, identidades, subjetividades, formas de ser, etc., que lentamente se han consolidad con el paso del tiempo e incluso han logrado un reconocimiento político y legal.
Me refiero particularmente a la homosexualidad; esta figura que ha penetrado a la sociedad fuertemente se ha envuelto no tanto como un “identidad” que interfiera en la producción de violencia sino en la victimización –en algunos casos por homofobia–. Es importante aclara, que no intento defender a esta figura, más bien mi interés es analizar cómo se ha venido constituyendo la homosexualidad en la cultura como una moda que se va desencadenado más como práctica común que extraña. Lo que nos traslada a otra realidad diferente, no tan alejada de un mimetismo, de un juego de máscaras pero sobre todo de una pugna moral, que los mismos “pachucos tuvieron que pagar sin importar lo mucho o poco que valiera”.
La cultura y la violencia quizás sean en el fondo dos dicotomías que desde sus inicios hasta hoy sigan un estrecho camino; la cultura por su parte, como el conjunto de preceptos, arquetipos, costumbres, lengua, que se enraízan y despliegan en la medida en que produce realidad. Mientras, la violencia como una sombra que se desliza a través del lenguaje, de la conducta, los gestos y recaiga contra “otros” o en su defecto contra nosotros mismos, de forma indirecta como los “pachucos” o directa lo que podría llegar hacer un sicario.
[1] Óp. cit p. 46
[2] Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, Colección Austral, México, 2005, p. 22